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lunes, 4 de mayo de 2009

Padres permisivos=niños consentidos

Existe el riesgo de crear personas incapacitadas para afrontar los problemas porque alguien se los ha resuelto siempre y les ha estafado haciéndoles creerse los dueños del mundo.
Uno de los mensajes más contradictorios que reciben los padres de hoy a propósito de la educación de sus hijos es el referente a los límites en el ejercicio de la autoridad. De un lado se les alarma ante los daños que puede producir en el niño la falta de afecto y de atenciones, pero por otro quedan advertidos de lo dañina que resulta la permisividad sin barreras. No hay que traumatizar al bebé negándose sistemáticamente a sus deseos, pero tampoco debemos dejar que se convierta en un déspota insaciable. ¿En qué punto quedarse?, se preguntan muchos progenitores, y en especial quienes empiezan a ver a los hijos ya crecidos y situados en ese punto de no retorno en el que han adquirido hábitos incorregibles.
Parece que no admite discusión el hecho de que, en las últimas generaciones, la balanza se ha inclinado acusadamente por el lado de lo permisivo. Todos queremos lo mejor para nuestros hijos. Cuando un padre o una madre ha sufrido privaciones en la infancia, tiende a hacer todo lo posible para que sus descendientes no pasen esas mismas experiencias. Nada hay más desolador, nada produce mayor sensación de fracaso que ver reproducidos en el hogar que hemos formado los mismos esquemas de autoritarismo y falta de libertad vigentes en las familias de antaño. Por huir de eso somos capaces no sólo de reprimir nuestro instinto de imposición, sino también de tolerar situaciones de evidente desequilibrio ante las que nos tapamos los ojos. Es así como se van desarrollando los niños consentidos.
Sobreprotegidos, hiperregalados, colmados de carantoñas y de caprichos, muchos niños y niñas de hoy (algunos ya tan entrados en años que podrían ser padres o madres) han ido creciendo sin recibir ni reprimendas, prohibiciones ni castigos. Como nadie en su casa les ha dicho un no a tiempo, están tan habituados a satisfacer sus deseos que carecen de tolerancia ante la frustración, de paciencia para la consecución de objetivos y de autocontrol para reprimir sus enfados.
El buen educador debe tener presente que no hay que confundir el amor con la sumisión ni la entrega con la rendición. Admitir que la educación de los menores contiene no pocos elementos de lucha por el poder no significa que los afectos pasen a segundo plano ni que las relaciones entre padres e hijos hayan de regirse por el mutuo recelo. Son precisamente estas confusiones las que a menudo disuaden a los padres de tomar las decisiones más adecuadas, vencidos por un injustificado sentimiento de culpa. Cuando el bebé rompe a llorar en la cuna, ya está emitiendo las primeras señales de desafío. Si sus padres ceden a las primeras de cambio, en cierto modo empiezan a incumplir su obligación de poner límites, por doloroso o incómodo que esto pueda resultar.
Una de las características del niño consentido es la incapacidad para sentirse recompensado ante el esfuerzo. Como está acostumbrado a conseguir inmediatamente lo que quiere, no sabe experimentar la satisfacción que produce un trabajo bien hecho ni el beneficio derivado de la espera. Tampoco aprecia las señales de afecto porque éste se le ha transmitido muchas veces en forma de obsequios materiales; cuando le falten los padres de billetera fácil, confundirá las privaciones con la incomprensión o el aislamiento.
Desde sus primeros pasos, el niño debe empezar a tener conciencia de la autoridad paterna y de conceptos como la obediencia y el deber. No es menos autoritario quien suprime las reglas que quien las aplica con criterio, gradual y razonablemente. Una forma de impedir que las criaturas se vuelvan 'niños consentidos' es imponerles reglas claras, sencillas y fáciles de cumplir, pero sobre todo que comporten consecuencias. De nada sirve fijar una obligación si su incumplimiento no va acompañados del efecto correspondiente. Las consecuencias han de ser proporcionadas a la acción o inacción, y deben estar relacionadas con los intereses de los niños. En la medida de lo posible, habrá que explicarle el porqué de la sanción. Y es fundamental que ésta se le presente despojada de cualquier señal de resentimiento o de venganza: sólo es el efecto lógico de una decisión suya y no una decisión arbitraria tomada por sus padres.
Los adultos permisivos que se resisten a poner límites a los hijos deberían pararse a pensar en los duros golpes que éstos van a recibir de la vida cuando tengan que enfrentarse a los problemas cotidianos. No se trata, por supuesto, de aplicar en el hogar las injusticias y las crueldades que a menudo rigen en nuestras sociedades. Pero tampoco de crear niños incapacitados para afrontar los problemas porque alguien se ha ocupado de resolvérselos siempre y les ha estafado haciéndoles creerse los dueños y señores de un mundo imaginario.

1 comentario:

Ángela dijo...

Estoy de acuerdo contigo y por eso nosotros no somos así. La disciplina, el orden, el ganarse las cosas,....¡Que dificil es a veces acertar!.Bss